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“La curaduría es una práctica política”. Entrevista a Agustín Pérez Rubio

Por Ana Rosa Valdez

“Yo no soy artista sino curador, y nosotros damos discursos. Somos una especie de cuentacuentos. Observamos qué relaciones surgen si pones dos objetos, uno al lado del otro. Cada uno tiene una identidad y una temporalidad, pero nos preguntamos qué relación existe, cómo se puede leer eso”.

Compartimos una entretenida conversación con el curador español Agustín Pérez Rubio, director artístico del MALBA, quien visitó la ciudad de Quito en diciembre del 2017, a propósito del evento “Jaque, partida entre curadores” del Centro Cultural Metropolitano de Quito.

La entrevista empieza con una reflexión sobre la exposición “Verboamérica“, curada junto a la investigadora Andrea Giunta, en la que se presenta un nuevo concepto para la colección permanente del MALBA a partir de una reescritura posible del arte moderno de América Latina. Pero, después, el diálogo deriva hacia temas polémicos, como la dimensión política de la curaduría, la inserción del arte latinoamericano en el mercado internacional, o asuntos de interés coyuntural, como la exposición “Radical Women” del Hammer Museum.

La plática también incluye una fuerte crítica del curador español a la obra ganadora de la Bienal de Venecia, titulada Faust, de la artista alemana Ann Imhoff: “En la obra… estuve tres horas cincuenta minutos. No estuve ese tiempo en ningún otro pabellón. Atrajo mi atención, me hizo reflexionar, me tenía “así” [hace un gesto de aprensión]. Pero, por otra parte, había algo que me molestaba. Tenía unos niveles de representación en los cuales, desde mi perspectiva, había mucha exclusión. Y un juego visual demasiado cool”.

Así mismo, reflexiona sobre las complejidades del diálogo entre arte y activismo: “Yo siempre veo el activismo desde el arte. Hay una conciencia artística desde el mundo del arte, y hay otra conciencia pública, política y social. Desde el arte voy a hablar y a permitir que los activismos entren, pero hay que distinguir entre una documentación y una obra. Los registros, afiches, recortes de prensa, etc., van a formar parte de una narrativa curatorial, pero no son obras de arte”. Finalmente, el diálogo culmina con una perspectiva sobre la autonomía del arte y su sentido sociohistórico.

En el evento “Jaque” el interlocutor de Pérez Rubio fue el curador y crítico de arte mexicano Cuauhtémoc Medina. Ambos dialogaron sobre la práctica curatorial y los desafíos de la gestión institucional de la cultura. Analizaron las estrategias de negociación que deben emprenderse para mediar entre los actores sociales, culturales y políticos que disputan sentidos y valores en el campo artístico, y la conformación de colecciones de arte contemporáneo a nivel regional. 

Ana Rosa Valdez

Directora editorial de Paralaje.xyz

Agustín Pérez Rubio junto a Cuauhtémoc Medina en el evento “Jaque, partida entre curadores”. Foto: Cortesía Centro Cultural Metropolitano de Quito.

 

Ana Rosa Valdez: La nueva exposición permanente del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), titulada “Verboamérica”, presenta nuevos modos de mirar el arte producido a lo largo del siglo XX en la región, lo cual permite actualizar sus sentidos a la luz de nuestra época. Al revisar el catálogo, lo primero que salta a la vista es un glosario que inicia con una definición de “activismo”. Luego, en el texto curatorial, te refieres a la exposición como una reescritura de la historia moderna del arte de América Latina.  ¿Qué significó para ti emprender esta curaduría con un énfasis en la dimensión política del arte?

Agustín Pérez Rubio: En primer lugar, debo decir que es una de las tantas reescrituras sobre el arte de América Latina. No quiero que se tome “Verboamérica”, la exposición o el catálogo, como una única mirada, porque entonces volveríamos no a desmontar el canon, sino a poner otro totalmente hegemónico. No queremos hablar de América Latina, sino de Américas Latinas. Hay una cuestión cultural sobre el sujeto y el objeto de la propia América Latina, y es lo que intentamos abordar de manera conjunta con Andrea Giunta. Es una reescritura a cuatro manos y una mirada compartida. Ambos concebimos la práctica curatorial como una práctica política.

 

Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA). Fuente: Wikipedia

Fotografías de salas de la exposición “Verboamérica”. Fuente: MALBA

La manera en que entiendo mi labor, tanto curatorial como de dirección de gestión, tiene que ver con cómo asumimos, desde el mundo del arte contemporáneo, nuestro trabajo en tanto individuos políticos. Un artista es un individuo social y político en cada gesto que hace o no hace. Si, como curador, elijo un conjunto de piezas, las estoy juzgando, pero, a la vez, si no digo nada y me niego a dar un juicio, el negarme también es una acción política. Estamos enmarcados en un contexto, y desde ahí tenemos que actuar junto a la labor de los propios artistas. En ese sentido, “Verboamérica” rastrea nociones que se han ido dando en el siglo XX. El colonialismo, racismo, machismo y las cuestiones de capital económico han escrito el arte de América Latina de una manera colonial, entendiendo las estéticas y movimientos artísticos como un juego eurocentrista en el terreno de la modernidad en los primeros momentos del siglo XX.

Andrea y yo hemos ido quitando capas a las piezas de la colección, empoderándolas de los contenidos que tienen las obras. Yo no me he inventado nada. El Accidente en la mina de David Alfaro Siqueiros, por ejemplo, muestra un accidente en la mina de unos trabajadores, en el marco de un muralismo mexicano que era un realismo social que planteaba una defensa totalmente marxista de los trabajadores. Cuando Alfredo Jaar realiza fotografías de las minas con miles de trabajadores evidencia que, hoy por hoy, siguen extrayendo recursos. Ya no estamos en la era de los españoles y portugueses, sino en la era de las multinacionales en América Latina.

David Alfaro Siqueiros. Accidente en la mina. 1931. Óleo/yute ixtle. 139 X 224 cm. Fuente: Hisour Art Collection

Alfredo Jaar. Gold in the morning. 1985. Caja de luz con transparencia de color. 102 x 153 x15 cm. Fuente: Goodman Gallery

Alfredo Jaar. Gold in the morning. 1985. Caja de luz con transparencia de color. 102 x 153 x15 cm. Fuente: Goodman Gallery

Alfredo Jaar. Gold in the morning. 1985. Caja de luz con transparencia de color. 102 x 153 x15 cm. Fuente: Goodman Gallery

La idea es volver a mirar. Hay un giro muy fuerte en la manera de entender el museo latinoamericano, que busca empoderarlo. Llevamos muchos años de estudios latinoamericanistas, de arte latinoamericano, de historia de América Latina, pero muchos de ellos han venido de la escuela anglosajona. Los primeros fueron los de Austin Texas, luego vino la Universidad de Buenos Aires. Pero muchas veces América Latina ha sido vista como objeto, es decir, de una manera en la que tiene interés esa noción cultural que se creó a partir de la colonias. Nosotros lo que hacemos es entenderlo desde el sujeto que somos.

No quiero que nadie venga a hablar de lo que ha ocurrido, pues hay gente que lo ha narrado aquí. Asumimos la carga colonial, pero tal y conforme es. No la del descubrimiento, sino la de la conquista. Y la de la modernidad también. Los artistas latinoamericanos fueron a París, y aprendieron mucho allá, pero ¿qué ocurre cuando vienen? Por ejemplo, cuando Diego Rivera vuelve a México, cuando Wifredo Lam vuelve a Cuba, cuando Joaquín Torres García regresa a Uruguay. Interesa de qué manera ellos hacen escuelas con denominaciones, formas estéticas y políticas sobre América Latina. No es la mirada de esos artistas de la modernidad entendida desde París, Nueva York y Berlín, sino entendida desde aquí.

Diego Rivera. Unidad Panamericana. 1940. Fuente: Wellesley.edu

Wifredo Lam. Selva. 1943. Fuente: Blog Espina Roja

Joaquín Torres García. América invertida. 1943. Fuente. Wikipedia

Hay que entender que la modernidad, como digo en mi texto, no es una línea. Para nosotros no era importante solamente hacer ocho bloques temáticos, sino que la gente comprenda que el tiempo que vivimos es totalmente cultural. El tiempo de la ciudad de Quito es diferente al tiempo de Nueva York, y es diferente al de Alaska. Son 24 horas, pero la noción de tiempo es diferente; y las nociones que ocurren en esos tiempos determinados no tienen que ver con una línea de tiempo. Hay que entender, más bien, los contextos.

No necesitamos que nadie nombre las cosas, porque los propios artistas, historiadores, críticos de arte y teóricos latinoamericanos las han nombrado. Nosotros no utilizamos, por ejemplo, el nombre de surrealismo, sino realismo mágico. No utilizamos informalismo, sino arte destructivo. Porque son nociones y categorías ampliadas. Asumimos y entendemos que Lam estuvo en el movimiento surrealista y fue amigo de Bretón, por supuesto, pero a mí de Lam lo que más me interesa no es leerlo como surrealista, sino leer lo que hace a partir de los años cuarenta cuando regresa a Cuba y evidencia no unas cuestiones surrealistas, sino la religión sincrética afrocubana. Por primera vez él asume que es negro, acepta sus creencias e ídolos orishas; lo que vemos en su pintura no es surrealismo, sino que representa figuras relativas a rituales de lo sincrético.

En América Latina la colonización fue doble porque los españoles mataron y quitaron las tierras a los indígenas, pero, además, trajeron a los negros, a quienes se les sacó de su tierra. La primera vez que Lam ve cabezas de ídolos de culturas africanas no es en Cuba sino en París. Y, cuando ve eso, se da cuenta de que proviene de sus ancestros, de su madre. Cuando vuelve a Cuba entiende la barbaridad…

Hemos querido hablar de una manera política y poscolonial sobre todo lo que ha ocurrido en América Latina, y asumirlo, pero no para perpetuarlo, sino para verlo contemporáneamente. ¿Qué ocurre con la extracción, la economía, el campo y la periferia, el trabajo y los sindicatos, las villas, los espacios entre las megalópolis latinoamericanas y el campo? En Argentina hay varias propuestas, por ejemplo, Juanito y Ramona, de Antonio Berni, que muestra a unos niños en la villa. ¿Qué ocurre con las mujeres, lo queer, las dictaduras, el indigenismo, la negritud?

Hemos intentando replantear el cariz político y artístico de la colección del MALBA. Yo no soy artista sino curador, y nosotros damos discursos. Somos una especie de cuentacuentos. Observamos qué relaciones surgen si pones dos objetos, uno al lado del otro. Cada uno tiene una identidad y una temporalidad, pero nos preguntamos qué relación existe, cómo se puede leer eso. Ahí hay una voluntad política que está presente no sólo en “Verboamérica”. Está en la mirada personal del curador o director, pero también en la gente que trabaja en el museo, al tener un pensamiento crítico sobre las obras.

Obras de la “Saga de Juanito Laguna” de Antonio Berni. Fuente: La Audacia de Aquiles

Ana Rosa Valdez: Una de las reflexiones más importantes del evento “Jaque, partida entre curadores” fue la construcción histórica de las categorías de “América Latina” y “arte latinoamericano”, que se da a través de distintos movimientos culturales a lo largo del siglo XX. ¿Cuál es tu perspectiva sobre lo que fue el arte latinoamericano en el siglo pasado? ¿De qué manera esa noción aún alumbra la producción artística que surge hoy, ya no desde los estados nacionales sino desde las localidades que se han convertido en lugares de enunciación para muchos artistas?

Agustín Pérez Rubio: Soy historiador, curador y trabajo con arte latinoamericano, pero no soy latinoamericanista. Fueron muy importantes los estudios latinoamericanistas para entender los procesos de creación desde la Bienal de São Paulo y la Bienal de La Habana, por ejemplo. Esos momentos son cruciales porque surgen teorías sobre centro y periferia, con Gerardo Mosquera, Dawn Ades, las cátedras de estudios latinoamericanos en Austin, y la de Andrea Giunta en la UBA, así como un pensamiento sobre regiones como el Caribe.

Lo interesante para mí tiene que ver más con los noventa, cuando ocurre una apertura. Ya no se estudia desde una visión latinoamericanista excluyente y de ghetto, sino que interesa poner en relación qué hay y qué podemos ampliar en nuestro espectro dentro de una sociedad cosmopolita. Ahí lo interesante fueron una serie de intelectuales, como Gerardo Mosquera, Maricarmen Ramírez, Cuauhtémoc Medina, Mónica Amor, Andrea Giunta, Octavo Zaya… Luego, perfiles tan extraños como galeristas fueron los que realmente incidieron en el mercado.

Folleto informativo del proyecto “Versiones del Sur”: 2001001-fol_es-001-versiones-del-sur_3

Lo importante era que los artistas sean coleccionados en instituciones internacionales como el Museo Reina Sofía o la Tate Gallery. Esto también es relevante porque evidencia una visibilidad que antes no se tenía. Hubo una unión de factores, como la Feria Arco de 1997, que contribuyó a darle visibilidad al arte latinoamericano en el mercado, con Octavio Zaya y Rosa Martínez. Otro factor fue la exposición “Versiones del sur” realizada en el Reina Sofía en el 2001. Fue un buen momento, en el que se logró mostrar una unidad, pero también dejando abiertas las diferencias.  

Un proyecto reciente como “Radical Women”, curada por Andrea Giunta y Cecilia Fajardo, está muy bien porque logra reivindicar el trabajo de mujeres artistas en América Latina durante los sesentas y ochentas. Algunas son conocidas, pero otras no, sobre todo en ámbitos y lugares que no han sido tan estudiados. Es interesante que, aunque la exposición está estructurada por bloques temáticos, en el catálogo la investigación aparece por países. Esto es acertado porque el contexto de cada obra queda plasmado de acuerdo al momento y al lugar. Luego el visitante puede relacionar, ver qué vínculo existe entre una obra de Marta Minujín en Argentina con otra de Mónica Mayer en México.

Son importantes las voces e investigaciones propias de cada país. Se han desarrollado textos, seminarios, simposios, publicaciones, lo cual es significativo pues suma para que luego el contexto gane. Pero hay que traer eso a la localidad, y luego, observar las relaciones que existieron entre los distintos lugares. Lo interesante es trabajar localmente, pero, a la vez, trazar una red con los pares en otros países —tanto los artistas como los curadores y los investigadores— para insertar la localidad dentro del contexto.

Ana Rosa Valdez: La figura del curador es muy amplia. Existen curadores que trabajan para instituciones públicas, otros que son independientes…

Agustín Pérez Rubio: Yo he sabido de curadurías de perfumes, de jabón… hay de todo.

Ana Rosa Valdez: Claro… pero, como curadora local, me precupa que se vacíe de sentido el término, porque entonces se confunde la labor curatorial, por ejemplo, de una exposición histórica con un fuerte sentido crítico, y la de una “curaduría” más ligera, sin concepto ni propósito, realizada en algún espacio de eventos.

Agustín Pérez Rubio: Hay muchos mundos del arte. Hay momentos en los que esto no está mal. Algunas personas dicen: “tal feria está muy mal”, a lo que yo respondo: “bueno, hay gente a la que le gusta comprar lo que venden ahí; habrá otra gente que quiera comprar otra cosa”. Tiene que haber de todo. Si tú me pides, como estudioso, poner un valor, en mi criterio te diría “esas obras están flojas, por tal motivo; esa es una pintura demasiado académica, que parece de principios de siglo, no tiene una estética contemporánea, no tiene un discurso real, no me increpa como individuo contemporáneo, etc.”; pero, por otra parte, también está bien. Lo malo para mí ocurre cuando el adocenamiento y el decorativismo se imponen como canon, como norma.

Ana Rosa Valdez: ¿Cómo entiendes la relación entre curaduría y activismo?

Agustín Pérez Rubio: La curaduría es una práctica política. Hay proyectos que están al borde, entre la institución y el público, hay otros que no tanto. Pero hay un pensamiento crítico, una disputa, un cuestionamiento, incluso estético, que se está desarrollando. He estado conversando con la artista ecuatoriana Manai Kowii. Algunos colegas a los que respaldo, con quienes trabajo bien, podrán decir, al momento de seleccionar una pieza de ella, que es artesanía, porque ellos no tienen las herramientas culturales e históricas para entender este tipo de estética comunitaria. La van a sopesar frente a su globalización hegemónica, su línea rasa. Pero tienen que hacer un ejercicio para entender… Hay veces en que se puede ocultar, bajo una mirada globalizadora, capitalizadora, una serie de voces o estéticas que no embeben de esa idea de modernidad o de arte contemporáneo, pero que la tienen implícita. Habrá gente que no pueda aceptarlo, pero a mí me interesa siempre ir mirando hacia esos bordes, hacia lo raro, lo oculto.

Por ejemplo, en la obra de Ann Imhof, que ganó la Bienal de Venecia, estuve tres horas cincuenta minutos. No estuve ese tiempo en ningún otro pabellón. Atrajo mi atención, me hizo reflexionar, me tenía “así” [hace un gesto de aprensión]. Pero, por otra parte, había algo que me molestaba. Tenía unos niveles de representación en los cuales, desde mi perspectiva, había mucha exclusión. Y un juego visual demasiado cool. Todo el mundo me decía “Agustín, no. Ann tiene mucha ironía”. Pero yo no la percibí, no tengo esa ironía, quizás porque es una ironía alemana o muy personal. Yo me sentí agredido, porque me pareció un fascismo de la belleza. Todos blancos, cool, delgados, andróginos. La utilización de la ópera… Es interesante lo que ella hace entre el performance, la danza y el público, pero yo sólo veía esos cuerpos andróginos, chicas casi sin pechos con cabellos largos. A la vez había una cuestión hipster berlinés, “voy todo roto, pero mi pantalón cuesta 2000 euros”. No lo podía soportar. Había curadores que decían que era magnífico, pero yo no lo entiendo. Todo era joven, cool, robótico. “No, pero ella es la ironía”, decían. Lo siento, cada uno lo recibe como puede.

Otro aspecto valorado era el vacío en el espacio. Pero yo sólo pensaba en el dinero que había costado eso. Era un millón y medio de euros para una chavala de 38 años, en un momento en que Europa está en una crisis económica. Los nórdicos, que tienen mucho dinero, gastaron 420 mil euros. Lo siento, pero ¡me toca las pelotas! ¡No puede ser un premio! Si le hubieran dado una mención, lo entendería.

Intento ver en cada cosa que hago cómo va a ser leída. Hay veces en que no puedes gustar a todos, pero es preciso entender cómo lo que uno hace lo va a ver el niño de la escuela, la gente del mundo del arte, la prensa, etc. Procuro que se me respete y trato de respetar, pero a veces es complejo. La gente se puede sentir agredida, como en la exposición censurada del artista ecuatoriano Marco Alvarado en Cuenca.

He participado en activismos queer, feminismos, luchas contra el SIDA. En Valencia, cuando era joven, estuve involucrado en una asociación de inmigrantes marroquíes que eran los primeros que llegaban, y tenían conflictos con los argelinos en la ciudad. Es una cuestión personal. Hay algo de ese interés, luego, en mi práctica curatorial. Nunca he desarrollado un activismo, pero me siento reflejado. Pero hay que tener cuidado. También ocurre que en esa búsqueda política desde el arte, de esa fricción y pensamiento crítico, a veces se ha solapado demasiado rápido el discurso activista de la práctica artística. Yo siempre la voy a ver desde el arte. Puede que alguien haya hecho una performance para una reivindicación, pero no estoy de acuerdo con que luego sólo el documento de la manifestación sea considerado automáticamente una pieza de arte. Eso es un documento de activismo. Para que eso sea una obra tiene que haber una edición, tiene que haber un trabajo artístico.

Estoy harto de lo que en Europa se ha entendido por “mal de archivo”. Vas a una exposición de arte contemporáneo y, al final, las obras son fotocopias mal puestas. Yo he utilizado fotocopias como documentación, pero no las pongo en la pared porque no son cuadros. Tienen que estar en la exposición para que la gente pueda contextualizar.  Si las personas quieren saber sobre ellas, se pone una ficha; pero es documentación. Que no se lo enmarque y se lo ponga como obra. Yo siempre veo el activismo desde el arte. Hay una conciencia artística desde el mundo del arte, y hay otra conciencia pública, política y social. Desde el arte voy a hablar y a permitir que los activismos entren, pero hay que distinguir entre una documentación y una obra. Los registros, afiches, recortes de prensa, etc., van a formar parte de una narrativa curatorial, pero no son obras de arte.

Ana Rosa Valdez: Muchos artistas se apropian de los lenguajes documentalistas del activismo y los trasladan al arte, y viceversa, muchos activistas aprovechan los lenguajes del arte para hacer protesta y desarrollar acciones políticas. En ese sentido, ¿cómo entiendes la autonomía del arte en el diálogo entre espacio social, político y cultural?

Agustín Pérez Rubio: La autonomía del arte también está atravesada. En el arte, como en la vida, lo que hoy no te gusta o lo ves rojo, mañana lo empiezas a ver azul. Como en el sexo: “antes me gustaban las chicas, ahora me gustan otras cosas”. Lo bueno es crecer, ampliar. Nosotros ahora tenemos en la colección del MALBA unos posters de la revolución agraria peruana del 68. Esas piezas eran afiches para los agricultores indígenas del Perú, no estaban pensadas para ser obras de arte ni estar en un museo. Estaban en los pueblos, por ejemplo, en Chiclayo. Pero ese poster estaba hecho por un diseñador y un artista, Jesús Ruiz Durán. En 1968 nadie tenía conciencia de que en esas imágenes no sólo había una subversión política sino también estética. Él adoptó el lenguaje de Roy Lichtenstein, Andy Warhol, y del arte abstracto, y le dio un giro poscolonial. Hizo una devolución. Lo asumió desde América Latina, y lo repolitizó. Muchas colecciones de arte latinoamericano, como la del MALI y el MALBA, tienen esa pieza, que es muy cercana a un activismo. Hay categorías que, cuando ocurren los hechos a los que se refieren, no las tenemos. Si ahora no considero obra a un documento, después de cincuenta años quizás sí. Las nociones cambian, es lo bueno del arte.

Reforma Agraria, 1968 -1973, del artista peruano Jesús Ruiz Durand. Fuente: MALBA

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