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Rara es la vez que tenga certezas: Entrevista a Pablo Cardoso

En esta charla del curador Rodolfo Kronfle con Pablo Cardoso, el artista cuencano reflexiona sobre su relación con las Islas Galápagos, dentro de su última serie de trabajos presentados en la muestra LARA 2016.

Rodolfo Kronfle Chambers: ¿Cómo se contrastó la idea previa que tenías de tu visita a Galápagos once años atrás con el lugar que encontraste durante la residencia? ¿Crees que la dinámica de la residencia moduló o enriqueció el tipo de experiencia que tuviste en el archipiélago?

 Pablo Cardoso: A raíz de esta segunda visita a las Galápagos comprendí mejor –pero sospecho que apenas algo más– cuán compleja es su realidad: aunque desbordantes de vida natural, no son tan santuario como su nombre evoca. Las fuerzas que tiran para cada lado y comprometen pertinazmente su frágil equilibrio son múltiples y muy intrincadas.

Cuando fui hace once años estuve asentado en Puerto Baquerizo, en la isla San Cristóbal. Un pueblo apacible, en el que la naturaleza y los humanos parecían haber alcanzado un envidiable pacto de no agresión. Apenas llegar me impresionaron sus calles y playas pulcras, carentes de comercios ruidosos o ventas ambulantes –habituales en el Ecuador continental–, con los lobos marinos tumbados sin alterarse por los transeúntes o el escaso tráfico, dando cuenta de una población que había alcanzado un grado alto de sensibilidad con el entorno. Este era el lugar desde donde cada mañana, durante tres días, despegaba en una avioneta para sobrevolar otros puntos del archipiélago.

Desde el cielo las Galápagos eran un festín cromático. Los rojos óxido, o los negros de la roca volcánica creaban un contraste perfecto con los turquesas, verdes y azules de esa naturaleza.  Ante tal espectáculo, los pequeños poblados que asomaban como lunares, o las embarcaciones que esporádicamente iban y venían, apenas enturbiaban las idílicas vistas.

Recuerdo así, de ese primer viaje, un archipiélago que sí conjugaba con la idea que me había formado desde niño: un paraíso protegido de la voracidad humana.

Como dije, esa ilusión palideció tras los días de la residencia LARA. Las condiciones de la misma (charlas, visitas guiadas, intercambios, etc.) me permitieron atisbar un escenario mucho más apegado a la realidad en el que, si bien son muy importantes los esfuerzos conservacionistas, salieron a relucir problemas como las especies introducidas, la pesca ilegal, las inmigraciones descontroladas de décadas anteriores, el urbanismo desordenado, la deficiente administración de desechos, el turismo demandante de comodidades y recursos contrarios al cuidado de los ecosistemas, y hasta el narcotráfico.

Sin duda la dinámica de la residencia me permitió un encuentro más real y crítico con las Galápagos. Por una parte conllevó el entierro definitivo de algunos mitos, pero propició también una cercanía aún mayor a los tesoros naturales de estas islas y a la importancia de protegerlos.

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RK: Desde el momento en que se escogieron los artistas se tuvo presente las maneras como este lugar podía conectar con las poéticas e inquietudes más dominantes en la obra de cada quien. Cuéntame qué tipo de impresiones fueron las que encontraron mayor sintonía con los intereses particulares que vienes manejando en tu trabajo, o si tal vez el tiempo de residencia te permitió añadir capas de sentido a tus presupuestos conceptuales.

 PC: Las Galápagos son un crisol perfecto de dos recurridos temas en mi obra, sobre todo durante la última década: el medioambiente, y la relación crítica entre paisaje y territorio.

Para empezar a urdir ideas fue inevitable echar una mirada a tantos personajes que han dejado historias muy jugosas en su paso por las islas: bucaneros, aventureros, prisioneros, y románticos. El tirano Manuel J. Cobos, el artista viajero Ernest Charton, el explorador Thor Heyerdahl, los hermanos Angermeyer, el poeta Efraín Jara Idrovo, la baronesa Eloise Wagner y sus tres amantes, y, cómo no, Darwin y el Beagle. Sin duda la singularidad geográfica y natural del archipiélago ha sido propiciatoria de tramas marcadas con un especial halo de aventura, misterio, intrepidez o tragedia.

Me resulta especialmente interesante la radicalidad de ese medio. No por nada las Galápagos fueron tan poco estimadas como territorio a conquistar hasta que el gobierno de Juan José Flores decidiera anexarlas al mapa del Ecuador. Unas islas a las que Herman Melville las describió como “tierra sin nombre ni fruto”, o “tormentos de lava”.

Muchos de esos personajes tuvieron que aprender a sobrevivir con lo más elemental imaginable durante su peripecia en las islas: observando el medio, estudiando el comportamiento de la naturaleza. Se dice, por ejemplo, que Patrick Watkins –el pirata que, a su pesar, se convirtiera en el primer habitante del archipiélago, al ser abandonado en Floreana en 1802– logró subsistir gracias a que siguió de cerca a las tortugas gigantes hasta descubrir su fuente de agua dulce, la única existente en toda la isla. Esas historias de desnudez y vulnerabilidad extremas, de las que las Galápagos son particularmente fecundas, me atraían desde el inicio. Son casos que ejemplifican ese dilema máximo que rezuman las islas: “adaptarse o morir”.

Y otro dilema: “conservar o no conservar”, cayó como plomo una mañana entre los participantes de la residencia. No sé quién lo soltó, pero me supo muy mal. ¿Por qué preguntarse tal cosa justo en este edén? Sin embargo fue una pregunta con mucha más cola que la que imaginé entonces.

¿Qué sentido tienen los esfuerzos que se hacen desde la Fundación Charles Darwin para erradicar especies invasoras como la mosca philornis downsi que amenaza al Pinzón de Darwin, o las cabras, los burros, los gatos, los cerdos, las avispas, o la zarzamora? ¿O de la administración del Parque Nacional para frenar las migraciones de personas desde el continente? ¿Acaso las especies hoy consideradas nativas de ese peculiar ecosistema no fueron también invasoras en su momento?

La conservación es un invento nuestro, no de la naturaleza. ¿Nos afanamos en ello por mala conciencia, o por jugar a ser dios?

Con cosas así, otro componente fue cobrando relevancia según pasaban los días de la residencia: la lava petrificada. Ese material expresa como ningún otro la esencia radical de las Galápagos, y la lucha de la vida por abrirse paso. Esa roca es negra, dura, áspera, ardiente; cuesta caminar sobre ella: es hostil. Y sin embargo las iguanas han adoptado su apariencia, hay cangrejos negrísimos ocultándose en sus grietas, y está presente en las viviendas, y hasta en las tumbas de los isleños.

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RK: Hablemos sobre las obras que preparaste para la muestra. Encuentro muy coherente la ampliación que has hecho en ellas de indagaciones presentes desde hace algunos años en tu trabajo: el afán explorador atravesado por un ímpetu colonialista y cómo aquel entrecruce tiene consecuencias históricas poco deseables. Y con respecto a la forma, en ese diálogo entre fotografía y pintura que te caracteriza, donde siempre debes tomar decisiones sobre el lenguaje que vas a utilizar, ¿cómo es tu proceso para definir el “estilo” a emplear en los cuadros?

 PC: En la búsqueda de personajes que motivaran un proyecto, atrapó mi curiosidad la sucesión de nombres de cada una de las islas a lo largo de su historia: la actual Floreana, antes “Charles” o “Santa María”; San Cristóbal: “Chatham” y “Dassigney”; la isla Santa Cruz: “Indefatigable”, “Norfolk” y “Bolivia”; la isla Rábida: “Jervis” y “Nuestra Señora de la Esperanza”, etc.

Hay islas que, tras haber sido bautizadas y rebautizadas, conservan aún los llamados “antiguos nombres españoles”, como Isabela, Santa Cruz, y San Cristóbal. De esa misma lista han quedado algunos sin asignación clara, como La Isla de Tabaco, San Bernabé, Mascarín, o Isla de la Salud.

Habiendo sido españoles los primeros en nominar algunas, en 1684 el bucanero William A. Cowley, a órdenes del Capitán Cook, consignó una nueva lista honrando a sus patrocinadores y amigos ingleses: Narborough, Albemarle, James, Deane, Bindloe, Charles, Norfolk…

Más tarde, en 1790, el capitán británico James Colnett bautizó a algunas nuevas, y cambió de nombre a otras: Jervis, Duncan, Indefatigable, North Seymour, South Seymour, Barrington…

Finalmente, en 1892, cuando las Galápagos ya eran parte del Ecuador, los nombres fueron cambiados para conmemorar la gesta de Colón: Fernandina, San Salvador, Rábida, Pinta, Pinzón, Genovesa, San Cristóbal, Española…

Un caso curioso es el de Baltra (antes South Seymour). El origen de su nombre actual es incierto –por ello en las obras de este proyecto decidí representarlo con un recuadro vacío­–, si bien la explicación más plausible me la ofreció uno de los guías durante la residencia, quien asegura que proviene de la distorsión local al pronunciar Beta (o quizás B3) en inglés, nombre de la base naval estadounidense que estuvo operando en la isla entre 1941 y 1946.

 Sin certezas, pero intuyendo que podría ser un filón interesante porque así abordaba tanto las andanzas de los aventureros como el colonialismo en las Galápagos, preparé unas pequeñas estampas con imágenes representativas de los distintos nombres, y con ellas fui a la residencia.

Allá, gracias a la complejidad y las contradicciones que fueron expuestas, inherentes al manejo del Parque Nacional, al afán desesperado de algunos por proteger las islas, y a la ignorancia o tedio de otros, a la apabullante industria turística que parece engullirlo todo, y a haber atestiguado –una vez más– que sobre la urgente necesidad de planificar un futuro a largo plazo se imponen agendas mezquinas de políticos y empresarios, las obras fueron definiéndose, y empecé a usar las estampas como irruptores en las escenas isleñas.

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Sobre el “estilo”, juega en ello la intuición más que la reflexión. Rara es la vez que tenga certezas en cuanto a cómo resolverlo, pero hay un fondo que me empuja a trabajar de una determinada manera.

En los dos grupos de obras que presenté, Ninachumbi y la serie De costa a corte, hay diferencias en el tratamiento de la pintura, pero atravesadas por una nota común: la roca volcánica.

Esa negrura y aspereza fue decisiva en el color y el gesto que empleé. En ambos busqué un aspecto telúrico y lóbrego, por oposición al colorido cliché turístico de las Galápagos, por introducir una pátina histórica en los conjuntos, y por intentar que las pinturas conformaran un sólo cuerpo con la roca. Sin embargo me pareció que los retratos de Ninachumbi, con esas manos ocultando los rostros, requerían un tratamiento expresionista e inacabado, haciendo un guiño consciente a otros clichés ecuatorianos como son Kingman o Guayasamín.

Por último, la alusión a la historia bautismal de las islas, y la presencia de las postalitas, me trasladó a un ambiente didáctico, y pensé en esas láminas de los viejos textos escolares, lo que aparentemente incidió para que en De costa a corte I, II y III, empleara esa pincelada que recuerda a las antiguas ilustraciones en témpera.

Crédito fotos: Rodolfo Kronfle Chambers

® Asiaciti Trust LARA Project LLP

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